Hace tres años viví el San Valentín más especial de mi vida. Hasta aquel 14 de febrero de 2014 no había sentido lo que era recibir amor. Jamás olvidaré esa imagen al abrir la puerta de mi casa, jamás borraré de mi mente su sonrisa, su cara de ilusión… Era todo amor y lo mejor, que era por mi. Fue algo mágico, nunca antes me habían querido así y lo mejor, no me lo habían demostrado. Pero en aquel momento, yo estaba muy lejos de saber lo que era amar. No tenía ni idea de lo que implicaba querer a alguien con generosidad, pasión y sin condiciones. Y no solo no sabía lo que era porque nadie me lo había enseñado sino que además, en aquel momento tan duro por situaciones familiares, tampoco podía ponerme a aprenderlo por mucho que yo quisiera.
Este año, tres años después, mi San Valentín está muy alejado de aquel… o quizás no tanto. Lo pasaré cenando sola con mi libro, ese que me acompaña y me da cobijo para que mi cabeza deje de pensar por unos minutos y mi corazón, de sentir. Pero, aunque este año no habrá sorpresa tras la puerta, si que hay muchísimo amor en mi. Es paradójico porque en aquel 2014 tuve un maravilloso San Valentín pero yo no sentía amor de verdad ante todo, porque no sabía lo que era ni como hacerlo. Ahora, hoy, no tendré una dulce velada pero si estoy rebosante de amor, del amor más puro, generoso y auténtico que he sentido jamás. Y ese, ese amor, es el que anoche me hizo decidir de manera locuaz y sincera.
A amar se aprende de lo que se recibe de niña
A amar nos enseñan, cada vez lo tengo más claro. No es algo innato porque cuando nacemos, solo queremos estar con nuestra madre y recibir su cobijo, su cuidado y su protección. Eso es para nosotros, el amor más puro y es lo que devolvemos en modo de sonrisa, caricia inconsciente y poco a poco, lealtad a nuestros padres. Pero, ¿qué pasa cuando no recibimos ese amor? Que con el paso de los años, no sabemos darlo. Es tan fácil como eso. Los niños aprenden por imitación de lo que reciben y ven y si no tienes un amor puro, desinteresado… ¿qué vas a aprender para darlo después? Yo no lo aprendí, no me lo dieron de la manera que debía ser y no los culpo porque sé que lo hicieron lo mejor que pudieron con sus circunstancias y sus lecciones aprendidas también cuando fueron niños y tuvieron que empaparse. Pero sin culpables ni verdugos, la realidad es que yo no sabía lo que era querer, lo que era amar.
Con el tiempo, una se hace mayor y va haciendo más grande aquello que ha aprendido y que considera que es lo acertado. Lo defiendes, lo pones en práctica una y otra vez creyéndote en posesión de la verdad mientras por esa “mala praxis” el daño que recibes es cada vez más elevado. De repente (o no tan de repente) te ves adulta, con una persona que puede ser muy válida para quererla bien y que te quiera y resulta que no solo no sabes querer sanamente, que pones tus miedos y frustraciones en la otra persona con la convicción de que amor es que te aguanten de todo porque “para eso es una pareja” sino que además, se junta con el formato de amor que trae tu compañero y entonces, se consigue un mejunje que para qué. ¡Se arma el lío!
Generación con mucho material y poco emocional
Y el lío lo tenemos armado ahora en nuestra generación porque nuestros padres hicieron todo lo que pudieron y más por darnos lo mejor… Pero lo mejor que se pudiera comprar. Vivieron el boom de la economía y la posibilidad de ser mejores que sus padres, ganar más dinero, tener casas y coches más evolucionados y mandar a sus hijos (a nosotros) a las mejores universidades. Todo ello sin formación casi pero con mucho esfuerzo, horas y horas de trabajo y sacrificio y sobre todo, muchísimo estrés. Eso, esa ambición por y para nosotros, por ser mejores, por conseguir un nivel de vida inaudito es precisamente lo que está llevando a la generación de nuestros padres a morir jóvenes.
Nuestros abuelos fallecen mayores no, lo siguiente. De hecho, hay quien con mi edad (cuento ya con 37) aún tiene abuelos (yo misma tengo una) pero sin embargo, no tengo padres ya que se han ido con 61 y 63 años. Nuestros abuelos tenían una vida sana, saludable, sin químicos porque casi no tuvieron ni para comer y estaban más centrados en poder conseguir llevarse algo a la boca a final del día que en escalar posiciones y tener más y más posición. El ego por aquel entonces tenía poco trabajo al contrario de lo que pasaría con nuestros padres. Llegó en ellos la época del trabajar muchas horas, de solo pensar en más y más para dar más y más a sus familias, largas horas de trabajo, vidas insanas en las que el tabaco y el alcohol era lo más chic… Pero sin duda, la parte emocional tenía poco o nada que decir. Por eso, el cáncer ahora es el pan nuestro de cada día. Toda la ambición, la rabia, el odio que los negocios más encarnizados traen como letra pequeña, tiene que salir por algún lado. Y nosotros, somos los hijos de todo aquello. Somos los pequeños que crecimos sin ver a nuestros padres porque llegaban muy tarde trabajar y solo podíamos disfrutar de ellos los fines de semana. Pero ante todo, somos los hijos de la deuda emocional esa que nos ha anclado a aprender a querer de una manera totalmente equivocada.
La deuda emocional, el lastre del amor
Nuestros padres dieron todo por nosotros pero cuando alguien da mucho o todo, es de naturaleza esperar una recompensa. Así estamos hechos y por eso cada vez más ahora, en todos los libros de inteligencia emocional leerás que es muy importante no recibir aquello que no puedes dar y no dar a quien sabes que no te puede corresponder (me refiero en términos emocionales… Lo aprendí en un libro de Joan Garriga sobre la pareja). Por eso hemos crecido atrapados en nuestros padres. Unos más que otros porque no todos los padres son iguales ni han dado al mismo nivel ni esperan lo mismo. Pero por mi experiencia, a mi que me dieron mucho (material), había un “espero lo mismo a cambio” que normalmente siempre es en otros términos. Ellos no esperan nada material, eso ya se lo han conseguido ellos pero si quieren lo que más les falta: amor (a su manera). Nuestros padres que tanto nos daban esperan que les correspondamos con nuestra vida, les debemos todo y así nos lo hacían saber y lo ejecutan siendo “dueños” de nuestras vidas a través de la manipulación de las decisiones que debemos tomar. Esto, en resumidas cuentas, es lo que a mi me hizo aprender a querer mal. No recibí un amor sano y desinteresado sino que siempre era “a cambio de algo”. Algo que yo no estaba dispuesta a dar y que un día decidí cortar. Pero el aprendizaje del “mal amor” ya me había quedado y yo, no sabía querer de otra manera.
Todo cambia y aprendes a querer
Pero llega ese día en el que, tras mucho trabajo emocional y ponértelo a ti misma muy difícil, ser muy exigente y batallar por evolucionar aunque eso implique caminar por el sendero más difícil, la recompensa llega. Pasas unos años de despertar en el que te das cuenta que no sabes amar, que no sabes lo que es querer de verdad y de forma desinteresada y de hecho, lo sabes tanto que la gente que lo hace y se asemeja a quien a ti te lo enseñó a ti, los conviertes en tus máximos enemigos porque te enseñan lo que eres y no puedes cambiar. Te muestran que quieres esperando algo a cambio, que ese algo es la capacidad de manipular las decisiones del otro “porque te lo debe”, que no eres ni de lejos generoso y que tienes todo el derecho a que el otro actúe como tú consideres porque si no lo hace, te faltará a la lealtad que te debe. Y así, sin darte cuenta, destruyes su vida y conviertes a ese alguien en un pelee. Pero tú consideras que es por su bien sin ver que en realidad, es solo por el tuyo o mejor dicho, por el de tu miedo a que si sueltas y das libertad para que alguien te quiera sin condicionantes, puede que se marche y no quiera estar cerca de ti. No confías en ti misma y entonces agarras, aprietas tanto, que asfixias. ¡Qué bueno son los espejos para ver esto y qué fácil es verlo en otros sobre todo si son más mayores!
Y llegados a este punto piensas: tengo 37 años, ya no voy a poder cambiar eso porque no sé querer de otra manera y así me quedaré. Pero no, porque el trabajo de hormiguita tiene resultado, sirve y es muy útil en el momento adecuado. Yo lo comprobé anoche cuando supe que por primera vez en mi vida, AMO Y QUIERO DE VERDAD. Y lo hago tanto que he abierto la puerta de la jaula para dar libertad de elección, porque deseo que quien quiera estar conmigo lo esté porque quiera y dando todo su corazón por mi, porque ya no me valen los amores a medias porque yo ya no quiero a medias… Ahora sé lo que es estar ENAMORADA DE CORAZÓN y también desear lo mismo. Ese, es mi regalo de este San Valentín. Darme cuenta de que he aprendido, de que no necesito generar una deuda a nadie para que esté conmigo, que quiero y puedo construir una vida junto a alguien como compañeros de presente y futuro apostando por algo en común. Ahora sé que amo de verdad porque esa persona será la prioridad en mi vida pero también yo en la suya y no me refiero a que dejemos de hacer todo para estar con el otro todos los minutos del día, no se trata de cantidad de tiempo sino de calidad y de prioridad de corazón. Porque he aprendido que por una pareja se apuesta, se da todo, se prioriza y todo, para construir algo común. Y así, puede que se gane o se pierda, no lo se pero sin apostar, la realidad es que si o si, no se gana.
Ahora quiero con pasión, con amor, con generosidad hacia mi ante todo y eso me lleva a querer al otro igual. Y querer y amar no tiene por qué implicar que la otra persona esté al lado. Porque el otro puede que esté librando su propia batalla. Pero para mi, lo importante hoy, es que tres años después, yo ya sé lo que es AMAR DE VERDAD y es lo que quiero construir y practicar. Nunca estar ENAMORADA me ha dado tanta paz o quizás es que nunca lo estuve y ahora por fin, lo estoy y todo, se puede disfrutar y verle la parte positiva en lugar de lo que no hay. Para amar y que al otro le llegue, solo hay que sentir de verdad… En ese caso, las distancias físicas no existen. ¡Feliz San Valentín!
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